Alberto Auné
En 1968 el teólogo bautista Harvey Cox publicó un libro que tuvo fuerte repercusión no sólo entre los fieles de su confesión religiosa sino entre otros, en especial en la Iglesia Católica, produciendo importantes debates y cuestionamientos.
La obra, llamada “La Ciudad Secular”, planteaba el crecimiento del individualismo y el materialismo en las grandes aglomeraciones urbanas, unidas a la indiferencia religiosa.
Sin embargo aún había quienes creían en algo, pero no animaban a determinar en qué, por eso Cox denominó a esta tendencia como “la teología de la muerte de Dios”.
El Ser Supremo, decía, no tenía espacio en medio de los rascacielos y la tecnología que comenzaba a transformar una forma de vida dando al hombre nuevos horizontes. Por ello las religiones debían reformular su modo de transmitir las creencias.
Según el autor, la escala de valores que podía imponerse en la sociedad era la denominada “del hombre Playboy”, en alusión a la famosa revista fundada por Hugh Hefner: valorar al ser humano por lo que tiene y no por lo que es.
La ambición por lo material era lo prioritario en este caso, y no había lugar para lo espiritual. Así esta tendencia se fue expandiendo en el tiempo.
Un tiempo después otra obra, ésta de Enrique Rojas, “El Hombre Light” señalaba el hecho de la vida sin referentes, con un vacío moral y con el consumismo como único norte digno de ser estimulado.
Ante esa situación, las grandes religiones, incluida la Iglesia Católica, tuvieron dos opciones: mantener su doctrina intangible o producir cambios en ella, en apariencia más populares pero que terminarían por destruirlas.
Los Papas que conocimos marcaron cada uno una etapa distinta, con un estilo personal de vida, pero la doctrina de la Iglesia permaneció inalterable.
Desde el Concilio Vaticano II en adelante hubo cambios en la Iglesia, pero para buscar llevar el Evangelio a la sociedad actual, como la celebración de la Misa en distintos idiomas, no ya sólo en latín, o con el sacerdote frente a los fieles; estas cosas que hoy nos parecen cotidianas no se habían concretado décadas atrás.
Sin embargo, eran y son cambios en costumbres y estilos, no en el fondo del mensaje que se quiere transmitir.
Sin embargo, la ciudad secular de hoy juzga a quienes quieren mantener puros los ideales de su creencia religiosa –cualquiera ella sea- y en una actitud más dogmática que aquella que critica los excomulga de la felicidad que según sostiene es la única verdad.
También en esto tienen un papel importante los medios de difusión: cuando se analiza un tema específico debe consultarse e invitar a especialistas en ese tema; así ocurre en medicina, ciencia, tecnología y otras disciplinas.
Pero para opinar sobre cuestiones religiosas y dogmáticas, que requieren un conocimiento de ellas mayor al común, los postulantes son muchos y no parecen faltarles papel, micrófono o cámaras de televisión.
Es importante discernir entre fe y el secularismo, entre los valores que llevan al ser humano a ser mejor y los que lo hacen bajar escalones en su dignidad.
Cambiar lo que haya que cambiar en costumbres y estilos pero mantener el mensaje inalterable traerá nueva fuerza no solamente a la Iglesia Católica sino a otras confesiones cristianas y a las religiones que quieran llegar con su mensaje a una sociedad que necesita la presencia de Dios. Alberto Auné
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