Alberto Auné
Cuando el tema de la libertad penetra en la historia política moderna, lo hace bajo su forma negativa.
Conviene tener en cuenta que contra lo mucho que se ha dicho en tal sentido los antiguos los pueblos clásicos de nuestra cultura, griegos y romanos, no conocían la noción moderna de la libertad.
Por eso, justamente, hemos afirmado de entrada que nuestra actual investigación principia por la constatación de ese carácter negativo y moderno de la libertad.
En efecto, actualmente, cuando se menciona a la libertad, ante todo aparece su aspecto de liberación de un obstáculo o una traba impuesta por el Estado por el «otro generalizado».
Generalmente se entiende que la libertad es una negación reivindicativa que los individuos oponen a otra negación previa, a cargo de la supremacía estatal.
Es ésta la esencia de las así llamadas libertades modernas.
Las libertades de pensamiento, de expresión, de empresa, suponen como situación antecedente una opresión, llámese censura, dirigismo económico, dogmatismo ideológico, que ejerce sin mayor derecho el Estado.
De allí entonces que la aparición de la esencia de la libertad moderna, es un procedo fenomenológico que nos pone ante la vista ese carácter «negativo», queriendo indicar con este calificativo no una valoración moral sino su actitud de estar en contra de la supremacía estatal.
En este orden de ideas, que Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) destacó magistralmente, las libertades modernas y burguesas han surgido históricamente en pugna contra el Estado Absoluto.
Han constituido, fundamentalmente, un movimiento de reclamo para que el individuo pudiera desarrollar sus capacidades sin contar con la previa anuencia del Estado.
Pero, por esta misma concepción genética, la “libertad” estará acompañada de un conjunto de ambigüedades y equívocos difíciles de esclarecer.
Tratemos ahora de esclarecer tales ambigüedades. Para ello comencemos por percatarnos de que toda declaración de derechos es una fórmula jurídica contra algo externo y hostil.
En el momento histórico en que el Estado asume y proclama tales derechos o libertades modernos, tras la Revolución Francesa y sus epígonos, está delimitando exteriormente una esfera de actividad, la cual no puede penetrar.
La libertad aparece así como un hueco que, desde afuera, el Estado promete respetar.
Ese hueco es la libertad, pero se supone que va a ser llenado por la actividad valiosa del individuo, que no quedará en mero hueco defensivo.
Aquí comienza el problema moderno de la libertad: si ésta se queda en sólo su momento negativo de liberación de algo, pero no propone prácticamente, y no sólo de palabra, su momento “positivo”, en el que se llena el hueco acotado por el Estado, la libertad no existe, deviene en una palabra sin hechos concretos.
Es decir que, resumiendo, hay dos momentos o aspectos de la libertad: 1) la libertad como vallado protector contra la prepotencia del Estado o más generalmente de los «otros»; 2) la libertad como actividad valiosa que permite al hombre realizarse, cumplir su esencia humana.
La libertad es un movimiento de liberación, por el cual me aparto de una condición negativa y/u opresiva, pero para realizar un proceso enriquecedor hacia algo¿ una situación más valiosa que la precedente.
Así me libero de algo para alcanzar otro algo más digno e importante.
Este segundo momento, generalmente descuidado, es el de la «libertad para…”. Por eso el escritor francés George Bernanos (1888-1948) dio título a uno de sus libros más polémicos así: La liberté, pour quoi faire? (La libertad, ¿para qué?).
En esa obra, Bernanos denuncia ese desapego cínico hacia la libertad, desapego que ha corrompido muchas conciencias y que se expresa con la frase que es el título del libro.
El meollo del asunto, entonces, estriba en darse cuenta de que no basta la libertad «negativa», polémica y reivindicativa, pues ella sola puede degenerar en ese palabrerío y caer en ese descrédito del cual se servirán los déspotas modernos para intentar sus aventuras políticas y acumular poder.
La libertad debe ser defendida en los hechos, tratando de llenar el hueco frente al cual se frena la injerencia del Estado.
Pero, ¿cómo se llena ese hueco? Hay solamente una manera: la creación, con el perfeccionamiento propio y de los que me rodean.
Sin este requisito, la liberta negativa hará que la positiva pierda su atractivo.
Por esta última, el perfeccionamiento humano es posible junto al logro de los más altos y nobles objetivos.
El filósofo italiano Guido de Ruggiero (1888-1948) sostuvo que mientras se luchaba por la libertad ésta parecía el máximo bien deseable; empero, una vez obtenida, removido el obstáculo, pareció que la meta había sido alcanzada y nada quedaba ya por hacer.
Esta circunstancia explica por qué los partidarios de la libertad se mostraron siempre llenos de impulsos y vigor en la etapa de incubación y lucha, pero una vez lograda la victoria estaban “desorientados y extraviados, como si hubiesen perdido su punto de apoyo y se hubiesen vaciado, de improviso de todo contenido”.
Este testimonio es más valioso por provenir de un continuador del pensamiento de Benedetto Croce (1866-1952) y del mejor liberalismo italiano.
Nos advierte sobre la ilusión de la libertad que no viene acompañada por el ejercicio práctico y fructuoso de la misma, en la prosecución de los más altos fines del hombre.
Si la libertad es solo «negativa» y sirve para destruir en lugar de crear y construir, nadie podrá luego sorprenderse de que se incuben movimientos totalitarios que terminan con una y otra libertad.
Por ello, la licencia es la peor enemiga de la verdadera libertad.
No debemos entones aceptar pasivamente ese concepto equivocado de libertad, como si ella se agotara en ser simplemente una facultad subjetiva de hacer o no hacer.
La libertad constituye un valor social, en la medida en que hace posible la expansión creadora de los hombres, individual y colectivamente considerados.
Sin un firme entramado de valores, de fines objetivos nobles y humanos, la libertad como mera falta de represión degenera fácilmente en licencia y destrucción, de la que se aprovechan luego los aprendices de brujo.
Pero asimismo el plantear así, de forma realista, el carácter dual de la libertad, nos lleva de la mano a otra importante cuestión: preguntarnos cuáles son las condiciones para el sano y efectivo ejercicio de la libertad creadora.
Al respecto, la libertad positiva está más allá de la mera falta de represión.
Es poder creador, movimiento hacia un objetivo de perfeccionamiento propio y ajeno.
Pero por ser «poder», desarrollo de posibilidades ínsitas en el ser, requiere de condiciones, de puntos e partida y de apoyo.
Así, por ejemplo, a libertad de creer exige correlativamente el que exista, como condición previa, una Iglesia, una comunidad de fieles, gracias a los cuales, al yo insertarme en ella, recibo esa Fe, esa creencia.
La libertad de creer, sin esta exigencia fundante, degeneraría en el tonto fantaseo de inventar creencias particulares.
Otro tanto dígase de la libertad de prensa. Ella exige, como su lógica condición el que todos los que quieran expresar algo valioso, importante, tengan la posibilidad de hacerlo.
El análisis pormenorizado de todas estas libertades concretas, cuando se las saca del limbo declarativo, para colocarlas en el claro camino de su ejercicio pleno, nos pone en la pista de otras nociones, igualmente decisivas para entender la vida de relación política.
La libertad no se entiende sin el correlativo de la propiedad: nadie puede ser realmente libre si no posee los medios desde los cuales esa libertad es ejercida.
Tampoco la libertad puede ser entendida sin el correlato de la comunidad, pues el hombre para ejercer fructuosamente la libertad debe hacerlo dentro de un contexto más amplio de colaboración con otros hombres y mujeres igualmente libres.
Este concurso de libertades afines, en procura de un mutuo perfeccionamiento, recibe precisamente el nombre de comunidad.
Como se ve, el denso entretejido a que nos convoca la noción de libertad es muy rico y nos obliga a tomar conciencia de otras dimensiones del ser humano.
En esta perspectiva integradora, en la que la libertad no aparece sola y erigida en el único valor, es forzoso plantearse una serie de cuestiones sobre la vida política, sobre el sentido del hombre en sociedad, sobre los diversos fines del quehacer humano y acerca de los valores que regulan el conjunto.
Sin esto, la libertad se transforma en mito, en palabra confusa apta para que los demagogos hagan su agosto; recordemos que el filósofo y ensayista español José Ortega y Gasset (1883-1955) sostuvo que los demagogos han estrangulado ya varias civilizaciones.
Es necesario oponer a quienes impulsan la demagogia una esclarecida voluntad que sepa ejercer una libertad positiva y fundada en valores. Alberto Auné
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