La novelística de Rómulo Gallegos, testimonio de una época

Autores

Alberto Auné

Bastante antes de la explosión del llamado «boom literario» latinoamericano de la época de 1960 y 1970, algunos escritores habían alcanzado para sus obras, de tono rotundamente americanista, la condición de best-sellers.

Entre ellos estaba el escritor y político venezolano Rómulo Gallegos.

Nacido en Caracas en 1884 y fallecido en esa ciudad en 1969, fue en su juventud seminarista y empleado de correos, ejerciendo luego como docente y director del Colegio Federal, en la ciudad venezolana de Barcelona, Estado de Anzoátegui.

En esa ciudad comenzó a escribir sus trabajos novelísticos, tras haber fundado años antes la revista La Alborada y colaborar en El Cojo Ilustrado.

Sus novelas comienzan con El último Solar (1924), siguiendo con La trepadora, al año siguiente.

Después dio a conocer Doña Bárbara, en 1929; Reinaldo Solar (continuación de El último Solar, en 1930; Cantaclaro, en 1934; Canaima, en 1935; Pobre negro, en 1937; El forastero, en 1942; Sobre la misma tierra, en 1943 y La brizna de paja en el viento, en 1952.

A esta lista se suma libros de cuentos. El primero de ellos, Los aventureros, fue publicado en 1913, siguiéndole entre otros La rebelión y Cuentos venezolanos.

Este escritor se dedicó también a la vida política. Fue diputado, senador, ministro de Instrucción Pública, presidente del partido Acción Democráica y presidente de Venezuela en 1947, siendo derrocado de ese cargo por un golpe de Estado.

Parte de su vida la pasó en el exilio, pero falleció en la capital de su amado país.

Desde sus primeros ensayos en La Alborada se advirtió su deseo de renovación social especialmente centrada en el campo de la educación, siguiendo ideas de Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) y Juan Bautista Alberdi (1810-1884), entre otros.

La enseñanza, a su juicio, debe formar caracteres, no meramente lograr la adquisición de conocimientos.

Postula la ley y el orden para reemplazar la voluntad de los caudillos políticos.

Un buen ejemplo al respecto lo constituye su temprano relato Los aventureros, publicado en Caracas en 1913, sátira contra el caudillismo entonces imperante y que prefigura Los de abajo, del escritor mexicano Mariano Azuela (1873-1952), gran novela que aparecería poco después, en 1916.

Doña Bárbara fue la novela que le dio gran predicamento en todo el mundo de habla española. Contrapunto de civilización y barbarie que resumen los propios nombres de los personajes (Doña Bárbara, por un lado, despota, bruja, encarnación de las fuerzas del mal y reacción; Santos Luzardo («La luz que arde»… abogado que lucha por una justa causa, por el otro), es también un alegato en pro de justicia y los cambios sociopolíticos que su autor preconizaba.

Hay escenas deliberadamente efectistas, entre las que el escritor, ensayista y docente universitario argentino Enrique Anderson Imbert (1910-2000) destaca el desfloramiento de Bárbara, el padre que mata al hijo, clava la lanza y muere con los ojos abiertos; el encierro en una pieza con un murciélago abominable, la borrachera de Lorenzo y Mr. Danger (el «Señor Peligro» o el «cazador de caimanes»), la pelea entre la madre y la hija, el cadáver colgado del caballo, etcétera.

Angel Valbuena Briones sostuvo respecto a esta obra:

«La novela, que ha sido juzgada a menudo por críticos europeos como una expresión de la barbarie hispanoamericana, es una defensa noble del ideal de justicia. ¡Oh, magna paradoja literaria!».

Coplas, narraciones y leyendas del llano venezolano forman el gran bastidor en el que se desliza la trama, menos intensa, de Cantaclaro, obra que tiene, amén de sus virtudes novelísticas, la de un testimonio costumbrista y folklórico de primer orden.

Florentino Quitapesares es el trovador errante al que llaman Cantaclaro, amigo de la música, menos dispuesto para el trabajo y víctima de los caudillos.

Hay en esta obra no pocos puntos de contacto con la literatura gauchesca argentina.

Otro marco es el de Canaima, la tercera de las grandes novelas de Gallegos.

El nombre de la novela procede de la deidad maligna de la selva «antihumana, satánica» que ha hecho presa en el corazón de un aventurero, Marcos Vargas.

También aquí lo descriptivo y costumbrista tiene gran valor: corrupciones, asesinatos, trabajos difíciles, problemas raciales, vicios, enfermedades y las eternas cuestiones humanas del amor, el odio, la venganza, etc., transitan por la materia de la novela junto a las vicisitudes del personaje, que termina afincado en la selva junto a los indios, míentras, en el final, su hijo marcha desde la selva hacia Caracas para educarse, cumpliendo un camino inverso al que realizó el protagonista.

En esta novela podrían señalarse vínculos con La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera (1889-1928).

Dice Anderson Imbert:

«Fracasado en su vida primitiva, Marcos Vargas, al enviar su hijo mestizo a Caracas, reconoce que sólo la civilización europeizante puede salvar a los hombres de su país.

Nos preguntamos si es ésta la tesis de Canaima.

La secuencia narrativa es lineal y continua pero no recta, sino digresiva,

Hoy demasiados episodios sueltos, demasiados personajes porque Gallegos parece más interesado en la sociología y la etnografía de esa región venezolana que en una trama bien ceñida y una buena caracterización psicológica».

Pobre negro es un alegato en pro de la integración de las razas, visto el rol significativo gue asigna a la gente de color en la evolución de la sociedad.

Es célebre su comienzo, en el que se sigue la cadencia del tambor.

Influido por el realismo por una parte, tan presente en la novelistica de fines del siglo XIX, y por los versos modernistas del poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916) y de autores españoles, Gallegos tiene en sus novelas un lirismo incuestionable, que se muestra en algunos trabajos con peculiar intensidad.

En Canaima describe a la selva de esta forma:

«Empezó a sentir que la grandeza estaba en la infinidad, en la repetición, obsesionante, de un motivo único al parecer. ¡Arboles, árboles, árboles! Una sola bóveda verde, sobre miríadas de columnas afelpadas de musgos, tiñosas de líquenes, cubiertas de parásitas y trepadoras, trenzadas y estranguladas por bejucos tan gruesos como troncos de árboles. Siglos perennes desde la raíz hasta las copas, fuerzas descomunales en la absoluta inmovilidad aparente, torrente de savia corriendo en silencio. Verdes abismos callados… Bejucos, marañas… ¡Arboles! ¡Arboles!».

En Cantaclaro describe la visión de la tormenta en el llano arauqueño:

«La anunció el canto del carrao antes del alba y sobrevino al anochecer, con el formidable aparato de las tormentas llaneras. Pero aquel año la electricidad acumulada en la atmósfera era enorme y su brusca descarga pronto alcanzó la grandiosidad de un cataclismo. Sobrecogía el ánimo la visión de la llanura iluminada por aquel fulgor magnífico, un solo relámpago de cien rayos continuos, bajo el fragor tremendo del trueno sin fin que la estremecía de horizonte a horizonte.

Gemían los árboles sacudidos por el viento, desgajábase el aguacero, tropical en mangas sucesivas, cada vez más recias y copiosas, con estruendo de innumerables rebaños al galope, zigzagueaba el rayo por toda la inmensidad del cielo, cual descomunal caballería flamígera que desmelenace el huracán, y muchos se hundían en la tierra».

La misma novela muestra un conjunto de coplas de raíz hispánica afincadas, como en otras tierras de América, en esa región, como ésta:

«¡Ah malhaya quien pudiera

con esta soga enlazar

al viento, que se ha llevado

lo mejor de mi cantar!»

Las grandes novelas de Rómulo Gallegos quedan en la historia como testimonio de una obra vigorosa, que muestra una etapa histórica de una país y cautivan a través de un estilo que va más allá de los tiempos y de la diversidad, para mostrarnos una etapa de la historia de su patria que merece ser recordada. Alberto Auné

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