Aproximación a la historia del libro

· Alberto Auné, cultura, historia, libro
Autores

Alberto Auné

Desde hace muchos siglos, los li­bros vienen deparando a los seres humanos comunicación, sabiduría y felicidad. Pe­ro no siempre han sido de características similares.

¿Cómo empezó? M. Ilin en su bella obra Negro sobre blanco dice que si a al­guien se le ocurriera pesquisar por el primer libro conocido por la humani­dad, su esfuerzo sería inútil ya que miles de años antes de que naciera el investigador el primer libro ya había desaparecido bajo la tierra… por cuanto no estaba en ninguna estantería sino que tenía brazos y piernas, hablaba y cantaba.

Era en suma, un libro vivo. Había gente con memoria excep­cional que recordaban viejas historias y las trasmitían a sus descendientes y eso fueran los rapsodas griegos o los bardos germanos. En Grecia, por ejem­plo, durante centurias, se cantaron las hazañas de La Iliada o La Odisea, mucho antes por cierto de que se escribieran tales relatos.

Cualquier material en el que sea posible grabar letras mediante un hueso puntia­gudo o la arista de un pedernal fue adecuado pare que los hombres antiguos dejaran testimonio de su escritura; una paleta de cordero, la hoja de una palmera, un trozo de vasija de barro, una piel de animal, un pedazo de corte­za de sicómoro, olmo u otro árbol apropiado, etcétera.

Dícese que Mahoma escribió el Corán en paletas de cordero. Hesíodo escribió su obra en cortezas de ár­boles.

Todavía se conservan crónicas y relatos escritos hace miles de años en los muros de sepulcros y templos egipcios, porque se escribieron sobre piedra. En templos y palacios hay también inscripciones en bronce, material resistente pero menos pesado que la piedra; de todos modos se trata de formas muy lentas… un escritor contemporáneo tendría que martillar todo un día para escribir una sola página.

Una de las primeras materias duraderas en la que se escribió con facilidad fue la arcilla. Fueron descubiertas miles de tabletas de arcilla que consti­tuían las grandes bibliotecas de asirlos y babilonios.

Las tabletas po­dían quebrarse, pero se pegaban nuevamente con facilidad. El escribiente preparaba una plancha grande y gruesa de barro y con un palito de tres pun­tas escribía sus signos. Apoyando el palito en el barro y retirándolo rá­pidamente obtenía un punto grueso y una colita. En la fabricación de las tabletas el alfarero desempeñaba un rol importante. Cada plancha, en bibliotecas como la de Nínive, llevaba su número y título y un sello de la biblioteca.

Los egipcios escribieron sus libros en papiro, un material que obtenían de unos arbustos así llamados con tallos lisos ramificados en punta que crecían en las tierras pantanosas del Nilo.

Del papiro derivan los mo­dernos nombres de papier en francés y alemán, paper en inglés y papel en español, aunque los materiales de origen hayan cambiada sustancialmente.

El papiro servía no sólo para escribir, sino también como alimento, bebida, vestido y hasta para navegar sobre el agua.

Había diversas clases de papiro. El mejor se preparaba con el corazón del tallo, del que se obtenían ho­jas de trece dedos de ancho. Este papel fue declarado sagrada y sólo se podían escribir en él textos sagrados. Los romanos llamaron a este mejor papiro Augustus, en honor de su emperador y al segundo Livia, en homenaje a su esposa.

El papel de calidad inferior medía sólo seis dedos de ancho. Las mayores fábricas estaban en Alejandría, en tiempos de los romanos, por cierto.

Cuando se elaboraban las hojas, las pegaban para formar tiras largas que debían desenrollar para su lectura y que muchas veces medían más de cien metros. El papiro se rompe al doblarlo, por lo que las hojas no podían ser dobladas.

De modo qué para leer los egipcios tuvieron que inventar los egip­cios este sistema: enrollaban la tira en un palo que se prolongaban en extremos tallados que servían para hacerlos girar, a medida que se avan­zaba en la lectura.

Se precisaban ambas manos, una para sujetar el palo y otra para desenrollar el libro; por otra parte, una obra se componía por lo general de varios rollos, lo que hacía más pesado su trasporte y requería el servicio de esclavos u otros auxiliares.

Una librería de aquellas tiempos, apunta Ilin, se parecía a una de nuestras actuales tiendas de papeles pintados, de los que utilizamos para empapelar habi­taciones.

Sobre el papiro se escribía con una mezcla de agua, hollín y cola; la mezcla o tinta no penetraba en el papiro y era fácil borrarla con una esponja. En las pirámides se ven frecuentemente reproducciones de escri­bas egipcios, en general sentados en el suelo con un rollo de papiro en la mano izquierda y una pluma en la derecha.

 

Los romanos utilizaron el papiro e inventaron también el libro de cera, que consistía en tablillas rectangulares con un aqujero en el centro, rectangular también, que se llenaba con cera amarilla o negra.

Las tabli­llas se unían corno las hojas de un libro mediante un doble cordón. La primera y la última no llevaban cera en las caras exteriores.

Para escri­birlas se utilizaba el «estilo» una suerte de cincel con un extremo agu­do y otro plano, el primero para trazar los rasgos y el segunda para tachar.

El libro de cera, naturalmente, era precario pues podía borrar­se y reescribirse… y hasta derretirse. De los libros de cera viene lo de tener «buen estilo».

Duraron mucho tiempo estos hábitos: en el siglo XIII todavía existía un gremio artesanal en París que fabricaba planchas de cera.

Muy pocas de ellas llegaron hasta nosotros desde los tiempos de los romanos y esto ha sido posible gracias al cataclismo del Vesubio que permitió, al descubrirse las ruinas de Pompeya, encontrar algunas planchas en casa del banquero Cecilius Jocundus.

Las guerras comerciales siempre estimularon la imaginación de los seres humanos.

A una de ellas se debe el invento, también llamado “libro de cuero”.

Los faraones egipcios, rivales del rey de Pérgamo, que había formado una gran biblioteca en papiro, decidieron no exportarle más este material.

El soberano de Pérgamo obtuvo, gracias a esta prohibición, un nuevo material basado en pieles de cabra y cordero, en el que se podía escribir y que llevó el nombre ilustre de la ciudad natal.

Los primeros libros se enrollaron al igual que los papiros, hasta que alguien advirtió que el pergamino podía doblarse y hasta cortarse sin temor a que se deshilachara.

El pergamino era tanto más preciado cuanto más fino fuera, lo cual dependía del raspaje de la carne, del lavado y del pulimiento con piedra pómez.

Los romanos lograron fabricar uno tan fino que era posible encerrar un rollo entero en una cáscara de nuez.

Con el tiempo las hojas de pergamino se fueron doblando en cuatro, en ocho, en dieciséis prefigurando los formatos de los libros actuales.

El pergamino tenía otra ventaja: podía escribirse en las dos caras. Además, durante mucho tiempo coexistió con el papiro, tal era la difusión de que éste gozaba entonces.

 

Los comienzos de la Edad Media significaron la destrucción de los centros culturales existentes, la desaparición de la mayor parte de las bibliotecas y la reducción drástica de los stocks de pergamino disponibles, así como de personas que supieran escribir en èl.

Sólo en algunos conventos se mantuvo esta tradición, gracias a los monjes copistas que en el scriptorium dibujaban letras con el cálamo, pluma tallada en madera de palmera o arrancada de la cola de un ave, que por lo general era ganso o cuerpo.

Ya se había inventado una pluma especial para pergamino, que no podía ser borrada, pero que en el momento de la escritura parecía muy pálida, pero carecía de los colorantes que llegarían después para permitir leer lo escrito desde el primer momento.

El precio de esos libros, dada la escasez de material, llegó a ser considerable: en el medioevo francés se abonaron quinientos corderos por un libro grueso de cuero de ternera.

La escasez de material también originó el uso y abuso de abreviaturas, que tanto complican la lectura de los libros de aquella época.

Los libros resultantes de esta tarea monacal eran voluminosos y pesados, con una pesada encuadernación: dos tablas de madera forradas de cuero en al parte exterior y de tela en la interior.

Para que esta encuadernación resultara más sólida y preciosa, se decoraba a veces con ángulos y molduras de cobre. Otras encuadernaciones tenían bordes y molduras de plata y oro cincelado, engastados de piedras preciosas.

Estos tesoros solían ser encadenados en las bibliotecas, para evitar su robo.

 

El papel, en su momento, desplazó al pergamino.

Es un invento de los chinos, que lo fabricaban al comienzo de la era cristiana con fibras de bambú, unas hierbas especiales y trapos viejos mezclando esas materias en un mortero y produciendo una pasta de la que resultaba este producto.

Cuando los árabes conquistaron Samarcanda conocieron el secreto de la producción de papel, que dejó de ser tal entonces para expandirse por el mundo conocido.

Se establecieron grandes fábricas e papel en tierras dominadas por el Islam; España tuvo una de las más antiguas en Játiva (Valencia).

 

En los primeros tiempos en Europa no se consideró el papel como material de primera categoría, reservándose el pergamino para los libros. Pero el menor costo y los progresos de calidad del papel llevaron a que éste prevaleciera, aunque durante mucho tiempo se siguieron intercalando hojas de pergamino como protección.

 

En 1468 Juan Gensfleisch, más conocido como Gutenberg, en la ciudad de Maynz, Alemania, imprimió el primer ejemplar de la Biblia en letras de molde, inventando así la imprenta.

Este nuevo y revolucionario invento aumentó la demanda de papel rá­pidamente y se comprobó que no podía satisfacerse tal demanda con trapos viejos. Los trapos se usaron en adelante para papel de alta calidad y los papeles normales y para periódicos comenzaron a fabricarse de la madera.

Las fibras de madera, en efecto, limpias de materias extrañas como resinas y polvo se transforman en hojas finas y lisas de papel. Muy posterior al de la imprenta es el descubrimiento de la pluma para escribir, metálica y en serie, la que, desde 1826 ha reemplazado progresivamente a las viejas plumas de ganso.

También la imprenta sufrió evoluciones: los primeros tipos se hacían en madera hasta que se inventaron los tipos metálicos, pequeños prismas de mayor duración y resistencia que a su vez fueron evolucionando y mejorando el arte de la tipografía.

Se consagraron modelos universales como el «punto» de Fermín Didot -0,376 milímetro- como unidad tipográfica y el «cícero», compuesto por doce puntos, los sistemas de monotipia o linotipia ( de teclado), la impresión en hueco o fotograbado y después en «offset», muy favorable a los grandes tirajes, que consiste básicamente en una hoja de cinc mojada en los blancos y entintada en los negros.

Ignoramos cómo será el libro del futuro: de algún modo perdurará esta po­sibilidad de que el hombre trasmita lo que sabe, lo que cree, lo que piensa. Alberto Auné

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