Alberto Auné
El fenómeno romántico, que invadió las mentes europeas durante la primera mitad del siglo XIX, especialmente después de publicado el prefacio de Crowell, de Victor Hugo (1827), alcanzó rápidamente las costas americanas.
A la defensa del Yo como fuente de la creación y la reflexión sumaron los románticos la ruptura con cánones y preceptivas del pasado inmediato, la revalorización de los tiempos medievales y la afirmación de las nacionalidades, que entonces iban conformando su moderna fisonomía.
En América, el romanticismo se encontró con escritores y obras de la colonia que, con excepciones señaladas, no oponían serias vallas a ninguna pretensión renovadora.
El romanticismo rioplatense dejó de lado, en general, la faz tradicionalista del europeo y se consustanció con ideas de progreso y liberalismo.
Dice al respecto el ensayista argentino Enrique Anderson Imbert (1910-2000):
«Y así se dio el caso de parodias burlescas contra el romanticismo hechas por románticos. Eran riñas entre hermanos y algunos renunciaban al nombre de la familia. Estos románticos sociales -sobre todo en el Río de la Plata- se apartaban del pasado español, defendían los derechos a una lengua americana y prometían una literatura nacional, basada sobre todo en el paisaje y loa modos de vivir. El nacionalismo lingüístico fue más radical en la Argentina que en ningún otro sitio. Tanto los románticos del Yo como los románticos de la sociedad impusieron su terminología: meditabundo, horrible, fatídico, nefando, sombrío, delirios, ruinas; o proscriptos, luces, progreso, socialismo. Y, naturalmente, irrumpieron a centenares las palabras americanas que designaban cosas originales de la tierra: neologismos, indigenismos, arcaísmos. El despego por lo español, la admiración por lo europeo, y, sobre todo, la actitud improvisadora tuvieron como consecuencia que la lengua se llenara de extranjerismos, especialmente de Francia. El énfasis en la emoción, la imprecisión del pensamiento y el descuido en escribir quedaron también registrados en la sintaxis romántica».
Dos escritores latinoamericanos de comienzos del siglo XIX contribuyeron a impulsar los nuevos vientos y pueden ser señalados como precursores del romanticismo en esta región del mundo: el venezolano Andrés Bello (1781-1865) y el cubano José María Heredia (1803-1839).
Tiempo es que dejes ya la culta Europa,
que tu nativa rustiquez desama,
y dirijas el vuelo adonde te abre
el mundo de Colón su grande escena.
Así decía Andrés Bello en su Alocución a la poesía, escrita en Londres en 1823, y con tono prerromántico el gran polígrafo venezolano volverá a cantar, tres años después, en su poema La agricultura de la zona tórrida.
También Heredia buscó inspiración en la naturaleza americana, como lo hizo en la oda Al salto de Niágara (182U).
El argentino Esteban Echeverría (1805-1851) es la primera figura americana inscripta resueltamente en el nuevo movimiento romántico, principalmente a causa de los cuatro años que, en su juventud, pasó en París.
De regreso en su tierra venia convencido de las bondades del liberalismo político y de las posibilidades de una literatura autóctona.
Escribió ya en el Río de la Plata tres libros poéticos: Elvira, la novia del Plata (1832), Los consuelos (1834) y Rimas, en 1837.
En ese último libro publica los célebres versos de La Cautiva.
En el prólogo a Los consuelos expresa:
«He denominado así estas fugaces melodías de mi lira, porque ellas divirtieron mi dolor y han sido mi único alivio en días de amargura. Tal vez el tono lúgubre de algunas disonará al corazón de la mayor parte de los lectores, como dan escozor, cuando nadamos sin regocijo, los sonidos de una fúnebre música. Ellas, sin embargo, pintan sólo en bosquejo el estado de mi alma en una época funesta, de la cual no conservo sino una vaga y confusa imagen,
La tórtola solitaria se queja, el arroyo murmura, desplómase rugiendo el torrente, y la tormenta brama en las cimas de los montes y en las llanuras: así el Poeta templa la lira al unísono de su alma, y modula el canto que le inspira su corazón. ¡Feliz si consigue entonces una lágrima de la ternura, y un suspiro de la belleza».
En La cautiva, el indio atacaba a la civilización y el tema resultó grato a los salones porteños. Pero también es señalable un cierto paralelismo argumental con el famoso Atala del escritor francés François René de Chateaubriand (1768-1848), otra historia de persecuciones.
Pero fue en la prosa, concretamente en el relato El matadero, donde el talento de Echeverría alcanzó mayor vuelo.
La Asociación de Mayo o Joven Argentina, creada en 1838 por inspiración de Echeverría, resultó la vía propicia para la difusión del romanticismo literario en las provincias del Río de la Plata.
De ese núcleo salen algunas de las más ilustres figuras de las letras argentinas, entre las cuales están como Vicente Fidel López (1815-1903), Juan María Gutiérrez (1809-1878), Juan Bautista Alberdi (1810-1884), Bartolomé Mitre (1821-1906) y Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888).
Los artículos de costumbres de Alberdi, firmados como Figarillo -a imitación del «Fígaro» español, Mariano José de Larra (1809-1837)-, las Rimas y la novela Soledad, de Mitre; El capitán de Patricios, de Gutiérrez; La novia del hereje, de López y Facundo, de Sarmiento, deben inscribirse entre las obras de la generación romántica como las mejores representantes de sus autores en tal sentido.
Dice Anderson Imbert, a propósito del Facundo:
«Nos impresiona como personaje vivo precisamente porque le da vida la fantasía del autor. Y los trazos exagerados con que Sarmiento pinta la criminalidad, lascivia, coraje y primitivismo de Facundo no responden al único propósito político de denigrarlo, sino también a que, de veras, para el romántico Sarmiento, la naturaleza toda, Facundo incluido, estaba estremecida por algo fascinante, tremendo, catastrófico; y al sobrecogerse Sarmiento ante el horroroso misterio de la barbarie dio a su pieza un trémolo de melodrama».
Salvador Sanfuentes (1817-1860), discípulo de Bello, puede ser, pese al tono clásico de sus obras, un primer romántico en Chile.
El amor a la tierra y la ambientación de sus obras rescatan para América a Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873), cubana que escribió casi toda en España y que, con formación neoclásica, introduce el romanticismo en la literatura del Caribe, senda por la que transita, aunque con prudencia, la novela Enriquillo, del dominicano Manuel de Jesús Galván (1834-1910), publicada en 1878.
El colombiano José Eusebio Caro manejó un rico idioma y demostró una vigorosa personalidad en su poesía.
Otro colombiano, Gregorio Gutiérrez González (1826-1872), aporta nuevas notas al regionalismo, con el extenso poema Memoria sobre el cultivo del maíz en Antioquia, publicado en 1866.
Al romanticismo pertenecen también los poetas Guillermo Blest Gana (chileno, 1829-1904), Manuel Alondo (portorriqueño, 1823-1889) y el peruano Luis Benjamín Cisneros (1837-1904), entre otros.
Como prosistas participaron de esta corriente el ecuatoriano Juan de León Mera (1832-1894), autor de la novela Cunandá (1871); el uruguayo Alejandro Magariños Cervantes (1825-1893) y el mexicano Vicente Riva Palacio (1832-1896), quien se destacó en la novela histórica.
Hubo tres novelas históricas y sentimentales: Amalia, del argentino José Mármol (1818-1871); María, del colombiano Jorge Isaacs (1837-1895) y Clemencia, del mexicano Ignacio Altamirano (1834-1893).
Los cantos del peregrino (1847) dio fama lírica a Mármol, que fue amigo pero no miembro de la Asociación de Mayo. Enemigo político de Rosas, muestra en Amalia un alegato contra la tiranía. Pero no solamente eso.
Eduardo Belgrano, herido por los mazorqueros, se refugia en casa de Amalia, quien lo atiende con devoción y ambos se enamoran, se casan en secreto por la noche; horas más tarde son sorprendidos por la Policía y en el encuentro muere el novio.
Abundan en la obra los personajes históricos. El autor aprovecha hábilmente la intriga de los dos amantes para presentar un retrato contemporáneo de la sociedad y los sucesos durante el final del rosismo.
Transcribimos su descripción de un baile, con este fragmento:
«El gran salón estaba radiante. El oro de las casacas militares y los diamantes de las señoras resplandecían a luz de centenares de bujías, malísimamente dispuestas, pero que al fin despedían una abundante claridad.
Un no se qué, sin embargo, se encontraba allí de ajeno al lugar en que se daba la fiesta, y a la fiesta misma; es decir se veían con excesiva abundancia esas caras nuevas, esos hombres duros, tiesos y callados que revelan francamente que no se hallan en su centro, cuando se encuentran confundidos con la sociedad a que no pertenecen; esas mujeres que no hacen sino abanicarse, no hablar nada, y levantar muy serias y duras la cabeza, cuando quieren dar a entender que están muy habituadas a ocupar asientos en las sociedades de gran tono, sintiendo, empero, lo contrario de lo que quieren indicar. Todo esto, en cuanto al lugar del baile, pues que en esos salones no se habían encontrado nunca sino las personas de esa sociedad elegante de Buenos Aires, tan democrática en política y tan aristocrática en tono y en maneras. Y en cuento al contraste con la fiesta misma, había allí ese silencio exótico, que en las grandes concurrencias revela siempre algo de menos, o algo de más.
Se bailaba en silencio.
Los militares de la nueva época, reventando dentro de sus casacas abrochadas, doloridas las manos con la presión de los guantes y sudando de dolor a causa de sus botas recién puestas, no podían imaginar que pudiera estarse de otro modo en un baile que muy tiesos y muy graves.
Los jóvenes ciudadanos, salidos de la nueva jerarquía social, introducida por el Restaurador de las Leyes, pensaban, con la mejor buena fe del mundo, que no había nada de más elegante, ni cortés, que andar regalando yemas y bizcochitos a las señoras.
Y por último, las damas, unas porque allí estaban a ruego de sus maridos, y éstas eran las damas unitarias; otras, porque estaban allí enojadas de no encontrarse entre las personas de su sociedad solamente, y éstas eran las damas federales, todas estaban con un malísimo humor: las unas despreciativas, y celosas las otras”.
María, de Jorge Isaacs, narra la aventura de Efraín y el personaje femenino que da nombre a la obra.
Se desarrolla en un escenario de agreste naturaleza, expresión de la belleza universal, influencia ya centenaria de La Nouvelle Heloïse, del filósofo francés Jean-Jacques Rousseau (1712-1788).
Durante el breve período de un verano y un largo otoño las dos almas puras e inocentes se comprenden y aman; la separación que interrumpe el idilio produce la muerte de la dulce María y el perenne desconsuelo del novio.
El relato, en forma autobiográfica, narra el episodio adolescente que cortó la vida de Efraín. Este cuenta, pausada y minuciosamente, los ingenuos amores.
Los breves capítulos, a modo de cuadritos, nos dan una atmósfera sensual.
María es la encarnación del espíritu ideal de la mujer en la fantasía del tierno amante.
Con moroso misticismo, cercano al transporte, se describen sus encantos físicos.
En una visión estilizada, la muchacha judía es comparada con la belleza y el recato de una Virgen del pintor italiano Rafael Sandio (1483-1520).
Las relaciones entre ambos son ejemplares. El proceso ha sido cuidadosamente expuesto: dudas, roce de las manos, lectura del Átala, el «siempre, siempre» pronunciado por la muchacha ante los requerimientos de su amigo, las conversaciones por la noche en el salón, el querer estar a solas, el jardín, el cambio de bucles y la partida.
Todo ello enturbiado por los agüeros de un ave fatídica con reminiscencias probables de El cuervo, poemas del autor estadounidense Edgar Allan Poe (1809-1849) y por el miedo a la separación.
El tono lastimero viene indicado constantemente por un recordar entristecido y una amarga reflexión. Hay un rasgo eminentemente romántico en la descripción en marco africano del cuento de Nay y Sinar; como las descripciones americanas del romántico francés François-René de Chateaubriand (1768-1848), tal era la nota exótica imprescindible.
Pero en Isaacs prevalece el americanismo sobre el exotismo. Hay un cierto «orientalismo” que ha señalado el escritor mexicano Alfonso Reyes (1889-1959), por ejemplo en este párrafo:
“Un frondoso y corpulento naranjo, agobiado de frutos maduros, formaba pabellón sobre el ancho estanque de canteras bruñidas: sobrenadaban en el agua muchísimas rosas; semejábase a un baño oriental… Sobre los ropajes turquíes de las montañas blanqueaban algunas nubes desgarradas, como chales de gasa nívea que el viento hiciese ondear sobre la falda azul de una odalisca…».
La novela sentimental americana, como las que estamos tratando, ya introducen elementos costumbristas, que señalan la llegada del realismo.
A las notas costumbristas suma Isaacs una devota admiración por el paisaje del valle del Cauca colombiano donde ha transcurrido casi toda su vida, a sus árboles, sus animales, sus bailes populares, sus platos típicos.
El halo poético que envuelve a toda la obra subraya la importancia que cobró María como la gran novela americana en el siglo pasado.
Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893), escritor, periodista y político, mexicano, fue un indio mexicano que a los catorce años todavía no hablaba castellano.
Campeón de la libertad de su país y de la Reforma, se transforma en apóstol cultural.
Navidad en las montañas es su cuento más celebrado, pero aquí ya hemos señalado su novela Clemencia dentro de la línea sentimental latinoamericana,
El argumento es trivial. Fernando Valle es objeto de una cruel fatalidad que lo conduce a una muerte melodramática, en un esfuerzo por atraer el agradecimiento de la mujer que ama y que titula la obra.
La acción tiene como escenario la retirada del ejército patriota en 1863, con la llegada del emperador Maximiliano. Clemencia, que no amaba a Fernando sino al hermoso e innoble Flores, comprende tardíamente su error y se hace monja.
El zarco, la otra novela famosa de Altamirano, tiene ya un definido tona realista.
En las tres novelas a que hemos aludido, existe una lucha dramática entre el yo subjetivo y el reconocimiento del mundo objetivo.
Lo sentimental es el foco esencial del género. El romanticismo triunfante entonces las influyó decisivamente -advertimos que son producciones tardías en la historia del romanticismo universal- con su simbólica consagración del corazón y el alma, con su admiración por el paisaje, por su ideal de sacrificio, por su deliberado detallismo. Alberto Auné
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