Eduardo Mallea. Fotografía tomada del libro «Historia de la Literatura Argentina Volumen 1, editado por el Centro Editor de América Latina, 1968, Buenos Aires, Argentina. (Fuente: http://www.wikimedia.org)
Alberto Auné
Eduardo Mallea, nacido en Bahía Blanca en 1903 y fallecido en Buenos Aires en 1982, fue no sólo un destacado autor, de expresión fecunda en novelas inolvidables como Todo verdor perecerá o Simbad, sino también uno de las más lúcidos, inquietos y desvelados testigos del acontecer argentino y de las posibilidades de crecimiento espiritual y material de su país.
Desde muy diversos ángulos, son muchas quienes «piensan» a un país: lo hacen el estadista, al político, el artista, el militar, el obrero, el docente, etcétera.
Empero, hay hombres y mujeres a quienes puede válidamente reservarse el calificativo de «pensadores» pues han hecho de sus vidas un ejercicio sustantivo de la reflexión sobre si país. A esta categoría pertenecen los autores argentinos Joaquín V. González (1863-1923) o Ezequiel Martínez Estrada (I895-1964), entre otros como Eduardo Mallea,
No nos referiremos aquí a El sayal y la púrpura, libro de diversos ensayos que alude en su nombre a la figura del cardenal español Francisco Jiménez de Cisneros (1436-1517), sino a la obra ensayística que tiene a la Argentina como eje central de meditación.
Mallea escribió en 1938 Historia de una pasión argentina, donde se retrató de cuerpo entero, dando testimonio de su angustia por el país a través de su propia empresa personal.
El admirable prefacio incluye la descripción de una Argentina corpórea, vista come mujer, que ha permanecido como página memorable.
Pero el nudo de la reflexión de este libro debe encontrarse en su distinción entre «país visible», el que él encuentra todos los días por las calles y al que reprueba, y «país invisible», al que descubre de vez en cuando, especialmente en el interior, y al que alienta pues cree que en él están los gérmenes de la recuperación.
Veamos dos párrafos que corresponden, respectivamente, a cada una de las visiones mencionadas.
De la primera dice:
“La peor, la más nociva, la mes condenable de/todas las personas actuantes en la superficie de la Argentina es la persona que ha sustituido un vivir por un representar. No se trata de un tipo universalmente común, sino de una especie muy nuestra de virtuoso social del fraude. Tras una apariencia de enciclopédico e instruida, sus sedicentes ideas son muchas y su creencia ninguna. Toda su actuación es un accionar; aun cuando piensa, acciona. Si hubiera en él algo que no pudiera accionar, lo mutilaría -así como se lleva al cirujano un absceso descompuesto-. Su vocación es esencialmente ministerial aun cuando no desempeñe sino las funciones más modestas en cualquier institución pública. No son unos pocos, son los que saltan a la vista, un verdadero Estado, desde el gobernante hasta el humilde abogado de barrio o el médico con pretensiones de figuración mundana. Son los que, según sus propias palabras -siempre abundantes, rara vez retenidas, medidas, en lo público o en lo privado, en la alcoba o en el banquete- hacen al país… Forman ten difusa y prolífica multitud que su voz llena todo el país de extremo a extremo, desde el Parlamento, las tribunas, las cátedras, la carta abierta o el artículo de periódico que ha debido ser minuciosamente corregido en su elemental sintaxis gracias a la prolijidad de aquellos periodistas a quienes ellos desdeñan por carecer de representación… Su género es el discurso; su apoteosis, el banquete; su seducción más inquietante, la publicidad».
Respecto al otro país, afirma:
“Cuando este hombre invisible fue para mí visible, cuando me acerqué en la ciudad capital y en las ciudades del interior a su continente grave sin solemnidad; silencioso sin resentimiento; alegre sin énfasis; activo sin angurria; hospitalario sin cálculo de trueque, naturalmente pródigo; amigo de los astros, las plantas, el Sol, la lluvia y la intemperie; pronto a la amistad, difícil a la discordia; humanamente solidario hasta el más inesperado y repentino sacrificio; lleno de exactas presciencias y zumos de sabiduría, simple sin alardes de letras; justo de fondo, más amigo del bien directo, de la ecuanimidad de corazón que del prejuicio teorizador; viril, templado en su vehemencia, tan morigerado en la vida -morigerado en su codicia- que no le espanta con su ademán la muerte; cuando me acerqué a ese hombre y lo vi siempre solitario ante una tierra que lo circundaba sin proporción… creí con alegría haber hallado el cogollo vivo de mi tierra… En ellos residía sobreviviendo una causa espiritual eminentemente argentina, un sentido de la existencia. Privativo de ellos, propio y auténtico. Y a ese sentido le llamé: «una exaltación severa de la vida».
Sólo dos años más tarda volvió a la carga para redondear sus pensamientos sobre los malos rumbos que tomara la Argentina de los años cuarenta del siglo XX, con una palidez y sordina que le hicieron titular al nuevo libro La vida blanca.
Curiosamente, si autor mantuvo inédito por veinte años a ese nuevo testimonio de sus desveles. Y curiosamente, cuando se publica, su actualidad resultaba ejemplar. Y decía en uno de sus párrafos:
«Lo que la Argentina reclama, ante todo, urgentemente, es, así, su recomienzo. Su reasunción espiritual y social. Su retorno a sí misma; su retorno al dominio de los propios medios. Su negación a lo gratuito. Su repugnancia hacia la gratuidad fastuosa. Su adhesión al fundamento de cada objeto y a cada objeto. Su rechazo de la «exaltación del yo en estado pasivo». Su adhesión a la exaltación del yo en estado espiritualmente activa. De un yo fundado, de un yo argentino, de un yo que no sea argentino, como el lenguaje del advenedizo -siendo al advenedizo dura traba para el desenvolvimiento de muchas buenas plantas nuestras- o del señorito, o del frío burócrata, o del turbio y solemne señorón de asamblea, sino como el lenguaje sólido y puro de nuestro país interior. Y véase que no digo interior del país, sino país interior. Ese país interior que se refugia en lo íntima de nuestra tierra y que no tiene región geográfica, sino espiritual. Sólo una refundación de esta especie, emprendida de pie a cabeza, nos llevará a horcajadas de los años a esa robusta categoría de unidad y coherencia sin la cual no seremos nunca un país como el que alguna vez quisimos ser. Poca cosa serán los pueblos que no piensen en el destino más que como en el sucederse de una serie de variadas circunstancias felices.
Mallea volvió luego a la prosa en novelas, con merecidos lauros, siempre muy discretamente aceptados, Pero su obra ensayística sigue en pie, poco leída acaso, con poco provecho extraído de su pasión argentina.
Pero está ahí, como un testigo acuciante para quienes crean que aún los argentinos están a tiempo no de «ser más» sino de lograr “más ser”. Alberto Auné
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