Gottfried Wilhelm Leibniz, circa 1700. Autor: Johann Friedrich Wentzel. (Fuente: http://www.wikimedia.org)
Alberto Auné
Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) fue un eximio humanista, un sabio preocupado por todas las ramas del saber, matemático, diplomático y figura cumbre en la historia de la filosofía, destacado en la etapa de pensamiento conocida como «racionalismo», cuyas raíces se encuentran en Descartes.
Nació en 1646 en Leipzig (Alemania) y a los quince años de edad ya estaba familiarizado can la escolástica.
A los 20 años ya era doctor iuris, habiendo rechazado una cátedra, impulsado por su también desbordante interés en la vida pública.
Viajó constantemente desde entonces; vivió vrios años en París y allí descubrió el cálculo infinitesimal, casi al mismo tiempo que Isaac Newton (1642-1727), pero por separado y sin recíproco conocimiento de los respectivos estudios.
En 1716, al morir en Hannover, su obra se encontraba dispersa e inacabada. Sólo una obra importante suya, Teodicea, apareció durante su vida.
Sostuvo lo siguiente:
«En tono tiempo me ocupé de descubrir la verdad que se halla soterrada v dispersa en las diferentes sectas filosóficas y de juntarla consigo misma».
Así escribió Leibniz y esa actitud lo llevó, por ejemplo, a buscar un acercamiento entre las relgiones, concretamente a través de sus contactos con Jacques-Benigne Bossuet (1627-1704) para vincular el catolicismo con el protestantismo, que él profesaba.
Leibniz acuñó la idea de «mónada» (unidad) como sustancia.
No hay para él dos sustancias (como en Descartes), ni una sola (como en Spinoza) sino infinitas sustancias, esto es, mónadas, simples, indivisibles, inextensas, inalterables, concepto que sigue en vigencia.
Al respecto expresó:
«Las mónadas no tienen ventanas por las cuales pueda entrar o salir alguna cosa».
Cada mónada representa en sí el mundo entero: su vida consiste en el despliegue interno de sus propias posibilidades. Pero aún sin ventanas la comunicación de las sustancias debe poder asegurarse; hay un orden en el universo, cada mónada tiene un desarrollo que coincide con el de las demás.
Este orden no puede haber sido establecido más que por Dios. El Supremo Hacedor es, según Leibniz, como un artífice perfectísimo (da el ejemplo de los relojeros) que no necesita poner de acuerdo a los relojes (las mónadas) ya que, al construirlos, los hizo perfectos y por sí mismos marchan al unísono de acuerdo.
Es forzoso que Dios haya seguido el mejor criterio; vivimos en el mejor de los mundos posibles. Tal tesis optimista fue severamente juzgada por Voltaire (1694-1778) en su célebre Cándido.
Leibniz fue el primero en denominar Teodicea, es decir justificación de Dios, al tratado racional de Dios, concepto también vigente en el siglo XXI, en especial en centros de formación teológica.
Para Leibniz el mal no puede tener por origen a Dios, sino que es permitido como condición para la existencia de otros bienes. El mal es un defecto de bien. Admite las pruebas tradicionales de la existencia de Dios.
Conocido de antiguo, el principio de «razón suficiente» halla en Leibniz una formulación que ha llegado a ser pieza básica de la filosofía moderna, especialmente de la lógica:
«Nuestros razonamientos están fundados sobre dos grandes principios: el de contradicción (…) y el de la razón suficiente, en virtud del cual consideramos que ningún hecho podría hallarse ser verdadero o existente, ningún enunciado verdadero, sin que haya una razón suficiente por la que ello sea así y no de otra manera, si bien estas razones las más de las veces no nos pueden ser canecidas».
También Leibniz escribió sobre Derecho. Según sostuvo, las leyes pueden ser injustas, pero el Derecho no. Derecho es cuestión de validez ideal.
La ciencia del Derecho no parte, puesto que no depende de la experiencia, del mundo de los sentidos, sino que se ocupa de verdades eternas del orden de las ideas platónicas.
Se puede decir que cuanto Dios quiere es justo, aun cuando no quiere Leibniz que se entienda esta proposición en el sentido de un positivismo moral teológico como si solamente por quererlo Dios fuera justo y bueno, sino al revés: por ser bueno y justo, por eso lo quiere Dios.
El principio de toda moralidad y justicia no es propiamente la omnipotencia, sino la sabiduría y bondad divinas.
Leibniz superó el mecanicismo cartesiano y dio una interpretación finalista de la naturaleza.
Consideró las cosas desde un punto de vista espiritual, abriendo nuevos caminos a los problemas filosóficos, aunque, según algunos no acertara en las soluciones.
Sus ideas y conceptos permanecen a través del tiempo, pues son superadoras y llevan a que el hombre tienda a una búsqueda a lo mejor. Alberto Auné
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