Julio Herrera y Reissig, gran poeta uruguayo

· Alberto Auné, América, arte, Uruguay
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File:Julio Herrera y Reissig.jpg

Julio Herrera y Reissig en 1896. (Fuente: http://www.wikimedia.org)

 

Alberto Auné

Lo extraño del personaje, su cultivada bohemia, su muerte prematura, son todos elementos que pudieron contribuir a generar un culto a la figura de Julio Herrera y Reissig no del todo deudor a su propia poesía.

Sin embargo, es bueno dejar en claro que es la propia obra la que eleva al poeta uruguayo entre los nombres cimeros del modernismo en la América española, movimiento literario que lo cuenta entre sus arquetipos.

Enrique Anderson Imbert señaló que, al leerlo, uno tiene la indefinible impresión de estar leyendo una época, y que en su len­guaje «reencontraremos cementerios, drogas, satanismos, hastíos, exotismos, sinestesias, matices violáceos, idealizaciones del cam­po, mucha erótica y algo de magia…» La remembranza religiosa de sabor medieval tiene en él, a veces, fina pureza:

 

Y un grupo de cipreses parecía

bajo de la capucha, hondos cartujos.

 

Nació Herrera en Montevideo el 9 de enero de 1875. Fue hijo de un banquero, sobrino del Presidente de la República y nieto del minis­tro de Defensa. es decir, pertenecía a una de las más conspicuas familias del país. Sin embargo vivió al margen de la actividad pú­blica, aunque llegó a detentar algún cargo, y en constante conflícto con los hechos que le planteaba la cotidianidad en su medio:

 

«Y nada me interesa. ¿Soy, quizás, un morboso? Yo no sé lo que soy, ni qué será de mi arcilla fosfórica y sonámbula, errante por un empedrado de trivialismo de provincia, rendida de soportar la necedad implacable de este ambiente desolador. De tantas alea­ciones mágicas, de todo aquel malabarismo hermoso que lució un tiempo en mi espíritu, sólo me resta el imperial orgullo…».

 

Así hablaba de su relación con un medio que no era, sin duda, tan infe­cundo, como que permitió el surgimiento de algunas de las más gran­des figuras de las letras y las artes de América.

Su hermana Herminia lo describió así:

 

“Las contradiccio­nes de ese espíritu flexible; de timideces absurdas casi, como el encuentro con una visita familiar, que encendíale súbitamente el rostro, o en la mesa, una mirada del padre que encerrase reproche; tenía audacias imprevistas que llenaban de asombro. Para Julio, hasta las más pequeñas cosas existentes, tenían un sugestivo encanto… ¡Quizá las alas demasiado grandes atormentábanlo en la oscuridad!… La luz y sombra de este niño tornadizo, culminaría en el hombre…».

 

Las neurosis, las amistades incondicionales luego trocadas en acé­rrima rivalidad como la que sostuvo con Roberto de las Carreras, las mentas de pobreza y calamidad seguramente deformadas y la ten­tación de encarnar un personaje rimbaudiano en el Plata dieron a su personalidad matices inconfundibles. Lo cierto es que una en­fermedad del corazón lo persiguió toda su vida, que no fue dilata­da pues murió apenas a los treinta y cinco años, el 18 de marzo de 1910. Desde 1943 sus restos reposan en el Panteón Nacional en Montevideo.

No realizó estudios ordenados pero fue lector infatigable y sin­tió curiosa pasión por la geografía; ha escrito un texto sobre esa materia que no ha llegado hasta nosotros.

Sus propias palabras finales, dirigidas al hermano, contenían un autoreproche:

 

«Este es el fin, Carlos. ¡Quiero vivir, y no morirme así, sin haber hecho nada!».

 

Sin embargo había escrito una notable colección de poemas que harían imperecedera su memoria y que influirían ostensiblemente sobre la generación siguiente.

César Miranda, uno de sus mejores discípulos, fue una suerte de «albacea literario» con sus obras, editadas después de su muerte por Orsini Bertani. Integran cinco volúmenes así llamados: Los peregrinos de piedra, Las lunas de oro, El teatro de los humildes, Las Pascuas del tiempo y La Vida y otros poemas.

El 20 de agosto de 1899 resolvió emprender la publicación de un periódico literario, y así nació La Revista, medio en el que debían colaborar «los cerebros más sobresalientes y de más renombre en nuestro país, tanto en literatura como en las ciencias».

Esta publicación tuvo corta existencia al no poder competir con otras como Almanaque Sud-Americano o Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, también editadas en Montevideo.

En esa publicación dejó acuñados pensamientos corno:

 

«En arte, todo, o casi todo, es convencional».

«La innovación es casi un instinto».

«Yo soy de los que creen que la moda es un progreso y que de ningún modo se debe volver atrás».

«El eclecticismo es el punto más alto de la escala que tiene’ que ascender el crítico moderno».

«A través de todas las intolerancias y aberraciones del ma­yor número, el modernismo en manos de un puñado de obreros ha ho­radado sus túneles en las montañas del pensamiento”.

“El simbolismo parece ser un largo crepúsculo, una hermosa auro­ra polar que hace del firmamento de su escuela una paleta confu­sa, un derramamiento desordenado de flores exóticas de todos los países y de todas las latitudes».

«El Arte ama la libertad porque es hijo de ella».

«El Arte ha sido en todo tiempo la expresión del estado social».

 

En un desván de Montevideo instaló su capilla artística, su cenácu­lo, su templo de la poesía.

César Miranda, que firmaba con el seudónimo de Pablo Grecia, ha dejado un vívido testimonio de ese lugar que fue bautizado como la Torre de los Panoramas:

 

«Aque­lla torre era simplemente un altillo, casi decrépito, que apenas surgía del nivel de las azoteas, sus paredes tapizadas de estampas y fotografías mostraban a la larga el gusto y la pobreza de los familiares. Un bonete turco, un par de floretes enmohecidos, una mesa pequeña y dos sillas claudicantes completaban decoración y mobiliario. En ese escenario reducido y humilde, Florencio Sánchez, ave de paso, hizo nido un momento; en ese cubo de mampostería, las rimas más extrañas resonaron; en ese cuartucho desmantelado se elaboró la renovación literaria del Uruguay. Bien es cierto que el espacio era reducido, pero a dos pasos el paisaje se am­pliaba: La azotea ofrecía un vasto panorama: al Sur, el río co­lor de sangre, color turquesa o color estaño; al Norte, el macizo de la edificación urbana; al Este, la línea quebrada de la costa con sus magníficas rompientes, y más lejos, el Cementerio, Ramírez y el semicírculo de la Estanzuela, hasta el mojón blan­co de la farola de Punta Carretas; al Oeste, más paisaje fluvial, el puerto sembrado de steamers, y sobre el Cerro, con su cono color pizarra y sus casitas frágiles de cal o terracota… De ahí lo de torre de los panoramas…».

 

Allí Herrera firmó un Decreto, en plena polémica literaria, que dice:

 

«Abomino la promiscuidad de catálogo, ¡Sólo y conmigo mis­mo! Proclamo 1» inmunidad literaria de mi persona. Ego sum imperator. Me incomoda que ciertos peluqueros de la crítica me ha­gan la barba… ¡Dejad en paz a los Dioses!».

 

Su poesía es la resultante de un torbellino de ideas que trata­ba en encauzar en la métrica. El crítico venezolano Blanco Fom­bona, que tanto lo estudió, dice:

 

«Distínguese por la fobia del lugar común, por la imposición de un yo rarísimo, por un tempera­mento al que tortura ansia de originalidad; por su manera de ver, sentir, interpretar y expresar las cosas. Produce, más que ningún otro de los americanos, la impresión de lo nuevo, de lo nunca vis­to, de lo inaudito. Ha hecho correr por nuestros nervios, como el cultivador de las venenosas flores del mal, ignoto escalofrío. Su manera es caprichosa y arbitraria. Tiene salidas de tono equi­valentes a las de aquellos pintores impresionistas que exponen cie­los verdes, mujeres azules y campos de bermellón».

Las Pascuas del tiempo, su primera obra importante, está cerca del orbe de Rubén Darío en Prosas profanas, por el exotismo de temas y vocabulario y en la forma:

 

Su nívea cabeza parece un gran lirio,

parece un gran lirio la nívea cabeza del viejo Patriarca.

Hay imágenes ya prodigiosas como éstas:

 

Las lunas de los espejos muestran sus pálidos días.

 

Gulliver regala cartuchos de enanos.

 

Pulsa su bordona la inquieta cigarra, y el grillo armoniza collares de rezos.

 

Más adelante hay una relación con el gran poeta del siglo de oro español Luis de Góngora, acerca del cual Rafael Gansinos-Asséns ha advertido:

«Góngora está en la raíz de su poesía, su verso hermético y altivo luce gola y halla la genialidad entre tinieblas y descargando cintara­zzos» .

En Los éxtasis de la Montaña el arte herreriano alcanza su mayor finura y fuerza, ¿s una bella colección de sonetos en la que se destaca el que llamó El Despertar:

 

Alisias y Cloris abren de par en par la puerta

y torpes, con el dorso de la mano haragana,

restréganse los húmedos ojos de lumbre incierta,

por donde huyen los últimos sueños de la mañana…

 

La inocencia del día se lava en la fontana,

el arado en el surco vagaroso despierta,

y en torno de la casa rectoral, la sotana

del cura se pasa gravemente en la huerta…

 

Todo suspira y ríe. La placidez remota

de la montaña sueña celestiales rutinas.

El esquilón repite -siempre su misma nota

 

de grillo de las cándidas églogas matutinas.

Y hacia la aurora sesgan agudas golondrinas

como flechas perdidas de la noche en derrota.

 

Experto artífice del alejandrino, Herrera ha utilizado reitera­damente el epíteto, la enumeración caótica y ciertos acentos criollos.

Finalmente, para comprobar su maestría en la captación de sensa­ciones internas, trascribimos estos versos de Ciles alucinada:

 

Repentino languidece. Una infinita delicia

la invade; todo su pecho se dilata a una caricia

de ingenuas inspiraciones. Aquiétase… El magnetismo

de su lacónica patria y un oscuro panteísmo

que no comprende, la postran. Ella siente como un viento

apagar la viva hoguera de su sangre y un ungüento

de sobrehumanas dulzuras; siente una ociosa mañana

de paz en el corazón, y como una barba anciana

que se desliza en su seno; le parece que una lengua

divina le lame el alma y a poco su fuerza mengua.

 

El ya mencionado Blanco Fombona provocó una de las más famosas querellas literarias americanas, al considerar que Los parques abandonados, de Herrera y Reissig, constituiría el modelo no seguido sino co­piado por Leopoldo Lugones en Crepúsculos del jardín.

Aunque lo publi­cación de este libro fue posterior fue posible probar que Lugones ha­bía escrito antes sus poemas.

Un escritor uruguayo, Víctor Pérez Petit, contribuyó con excepcional honestidad intelectual a disipar tales versiones. En todo caso existían fuentes comunes, principal­mente el poeta simbolista francés Albert Samain (1858-1900).

Julio Herrera y Reissig tuvo una corta vida pero dejó un gran legado poético que no debe caer en el olvido. Alberto Auné

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